Conforme avanzamos hacia un futuro hiperconectado,
sufrimos un proceso de
transformación que no siempre es placentero; incluso puede ser atemorizante.
Las estructuras y certidumbres que
conocíamos hasta ahora están cambiando, y con ellas el grado de apoyo a liderazgos
estables y definitivos.
Se investigan los diferentes estilos de influencia, vigorosas
charlas nos animan al cambio, talleres milagrosos nos aseguran carisma,
seguidores,… y nada de nada, ninguna de las teorías o intentos por modelar el fenómeno del liderazgo ha resistido
la prueba del tiempo. Como mucho, nos muestra la profunda contradicción que sufrimos entre
liderar y ser buena persona.
Las reglas de juego han cambiado, los líderes de antes debían dar sentido al caos, hacer de la duda certidumbre y resolver con justicia dilemas y paradojas. Los más admirados sabían solucionar las cosas y se esperaba de ellos que en caso de desorden restauraran de inmediato la normalidad.
Sin embargo, la crisis actual de liderazgo es más bien una cuestión de percepción.
El problema no está en la ausencia de líderes,
sino en nosotros y en nuestras ensombrecidas expectativas por la imposibilidad
de encontrarlos.
Una sociedad enredada, infoxicada , aparentemente caótica, se empieza a considerar normal.
Una sociedad enredada, infoxicada , aparentemente caótica, se empieza a considerar normal.
Las certidumbres sólo alcanzan un nivel de alta probabilidad. Los
líderes ya no tienen todas las respuestas y, por tanto, el poder de protegernos
del caos.
Desamparados ante el descubrimiento buscamos
culpables, alguien sobre quien descargar nuestra pesada responsabilidad de decidir.
Sin embargo, quien quiera mejorar las cosas por su cuenta está condenado al fracaso.
El liderazgo ya no es patrimonio exclusivo de unos pocos
iluminados.
En el escenario actual, de
cambio constante y conocimiento distribuido, el
liderazgo no consiste tanto en apropiarse de la verdad para imponerla como de crear las
condiciones en las cuales la verdad pueda ser percibida.
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